Ayer me emocioné en la playa. Serían las 19:30, quizá las 20:00. Visualizad la playa de un sitio turístico muy de moda a esas horas. Estaba llena de gente. Cientos de sombrillas, toallas, sillas de playa, neveras y demás parafernalia playera.
Suena la megafonía de los servicios de salvamento. Por la hora, se podía pensar que era el aviso de que cerraban los puestos de socorro y despedían la jornada. Siempre lo hacen al final de la tarde. Pero era pronto.
Lanzan el mensaje de que se ha perdido una niña de tres años, su nombre y cómo iba vestida. Piden ayuda para localizarla. Y de repente, se hace un silencio en la playa. Mucha gente se levanta. Much@s empezamos a mirar a todos lados buscando a la niña. Mayores y pequeñ@s. Todos conectados con un mismo propósito. Bueno, seguro que tod@s no. Por la cabeza, pasan ideas de que en ese momento, algún pederasta en la playa se esté relamiendo pensando en que pueda encontrarla antes que el resto. Es inevitable pensar en este tipo de cosas, son estas las que hacen que salten las alarmas. Hay que encontrarla lo antes posible. Mientras la buscamos con la mirada, angustia porque mi hija tiene justamente esa edad. ¿Dónde estará? Pobrecita. Menudo susto tendrá. ¿Y su familia? Debe ser horrible. En esos momentos, tiene que pasarles de todo por la cabeza.
A los pocos minutos, un niño de unos nueve años grita a sus amigos: ¡la han encontrado! Y tras escuchar esta frase, comprobamos que los movimientos de los socorristas movilizados por toda la playa y las personas de Protección Civil que se habían desplegado, cambian sus movimientos. No estamos segur@s pero parece que sí. La playa respira de nuevo.
Y es ahí, en ese momento, cuando me emociono. El miedo por esa niña, la empatía porque pudiera ser Chiquitina y conectar con la angustia de la niña y su familia. Recordar de pronto las historias que contaba mi madre cuando yo me perdía en la playa, no fue una vez, fueron varias. Nunca lo había vivido con angustia. La forma en que mi madre lo contaba no me había producido nunca esto. ¡Ay, mi pobre madre! ¡Cuántas cosas vivimos las madres en soledad y en la incomprensión más absoluta!
Y la sensación reconfortante de que hay esperanza. El silencio de la playa, las personas de pie mirando a todos lados, l@s niñ@s buscando también. Ese sentir de la playa ayer, se llama sentimiento maternal. Y es que este sentir no es algo solo de las madres. Es un sentir que está en el fondo de nuestro ser, en lo más profundo de nuestro interior Homo Sapiens Sapiens, conectado con el instinto de supervivencia. Una emoción que nos recorre cuando las personas vulnerables están en peligro. Cuando otro ser humano puede estar sufriendo.
Parece que, a pesar del individualismo salvaje que tratan de imponernos, ese que se aleja de nuestras verdaderas necesidades y que sustituye su satisfacción real con sucedáneos que nos hacen más que vaciarnos de todo lo que nos hace ser y sentir, no pueden con nuestra verdadera esencia. Esa que nos demuestra que no somos nadie si no es en comunidad, que nos necesitamos las unas y los otros.
Parece que, aunque las tecnologías y otra suerte de dispositivos varios estén tratando de deshumanizarnos y convertirnos en autómatas al servicio del consumismo, ese que nunca termina de saciar nuestro ansia de sentirnos más queridos, más necesitados y más presentes, no han acabado del todo con lo que verdaderamente somos.
Ayer en la playa, sentí que hay esperanza y que si queremos, podemos cambiarlo todo.
Y vuelvo a recordar aquella frase que tanto revuelo causó un día en una de mis aulas cuando les decía a mis alumn@s, que el amor podía cambiar el mundo. Y aquella frase que dije sin pensar mucho, porque una a veces se ilumina y dice ese tipo de cosas, pude fundamentarla después, tras el revuelo que causó en aquell@s jóvenes que entonces tenían pocos años menos que yo, con decenas de teorías y movimientos que lo respaldaban.
Amig@s mí@s, que no se nos olvide. Tenemos la fuerza para superar todos los despropósitos a los que estamos sometid@s día tras día. Podemos cambiarlo todo. Ahora solo nos falta decidir hacia dónde queremos dirigirnos.
Recordaré mucho tiempo, aquel silencio que se hizo un día en la playa y la conexión de cientos o miles de personas moviéndose juntas ante un mismo propósito. Aun hay esperanza.
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